sábado, 9 de agosto de 2008

ENTRÉGATE…

ENTRÉGATE…

En la fría oscuridad sintió la caricia de dos manos sobre sus muslos. Su esposo dormía en la misma cama, pero, tenía ningún significado para ella. Se contaban varios meses desde que la chispa de la pasión, en otrora ardiente como voraz fuego de verano se había transformado en las cenizas de vieja chimenea. Ella, sin reparar en lo que hacía, amplió el ángulo que sus piernas dibujaban, enviando un claro mensaje al desconocido. Se deslizó sobre la que dormía y terminaron ambos fundiéndose en uno solo. La atlética figura del desconocido embelesaba a la receptora. Encendió la luz: una inexplicable belleza encarnaba aquel rostro. Buscó las manos que la rodeaban, las estrechó y abrió nuevamente sus ojos. Siguió con la mirada una línea de sangre que terminaba en la taza del sanitario, débilmente iluminado. Yacía su esposo con el rostro deshecho, brutalmente asesinado. En el suelo rodaba, brillante aún, el anillo de bodas, en un solitario dedo anular. Sus manos, ensangrentadas; las del amante también. Olvidó la atroz imagen y continuó.
Sin previo aviso el reloj despertó de su letargo, regresando a Mariana a la realidad.
Abrió los ojos, su esposo dormía sereno; la mano completa y el anillo en la mesa, junto al reloj de pulsera, el celular y la billetera.
Se levantó, autómata programado, hacia el baño, orinó y humedeció su rostro: ¿Qué pasó con la coqueta muchacha que trabajaba para pagar al estilista, a la boutique; la que destinaba su salario a un sinfín de entretenciones? ¿Dónde quedó? ¿A dónde se fue?
Vio el reloj. La nostalgia le había costado quince valiosos minutos.
Corrió a la cocina, la jarrilla a la estufa y la emergencia salvada por el microondas; sacó el monedero y rumbo a la panadería observó dos adolescentes enamorados, jugueteando, felices. ¡Ah! ¡Tiempos dorados que no vuelven!
Al regresar a casa su esposo, ya duchado y uniformado esperaba en la cocina-comedor, observando, impaciente, el vapor que manaba de la cafetera semivacía por la falta de voluntad de Dan. Intentó reclamar la falta de colaboración, pero fue rápidamente reprimida.
Al irse Dan sólo dijo desde la puerta “Vuelvo”. El beso estaba olvidado en algún resquicio de la memoria.
El desorden era el común denominador de los tres ambientes de su casa e inició la rutinaria limpieza. Cuántas veces soñó ser la propietaria de una importante casa turística, donde habrían de llegar los extranjeros adinerados. Su apartamento flamante, y Dan la buscaría a las seis para cenar en algún elegante steak. Despertó de su sueño diurno y se acercó a la ventana: esperaba el amante asesino de la madrugada, la vio y sonrió. Llegó una limusina y bajó el cristal de la ventanilla. Sacó un guardapelo dorado que dejó caer, reflejando un intenso rayo de luz al rostro de Mariana. Al salir de la ofuscación ya no estaba la limusina y no podía retirar los ojos del objeto caído. Un niño caminaba afuera y llevó la joya a Mariana, a cambio de una moneda.
Mariana abrió el medallón que en el lado derecho tenía una imagen suya; y en el izquierdo, la de un hombre, parcialmente borrada.
La tensa paz de su vida se deshacía a pedazos; su vulnerable ánimo deseoso de amor y comprensión se veía sometido a la presión que sobre el matrimonio ejercía aquel extraño. Quiso fijar la mente en su esposo, pero la silueta marital se disolvía en los cautivantes ojos del amante ensangrentado. Cerró los ojos.
El frío atravesaba su vestido mojado. El cielo teñido de rojos se perdía en la nada. Caminaba en la arenilla fina de una playa sin fin, el mar se movía empujado por una suave brisa y traía a sus piernas infinitas gotas que haciéndose agujas se le clavaban.
Mariana no prestaba atención a nada que no fuera una lejana edificación diseñada por el capricho de un genio ininteligible; se contaban cientos de columnas talladas por la corrupción de sus paredes, que parecían desmoronarse algunas y otras, firmes, se erguían en el pico que las soportaba. Decenas de drenajes vaciaban un espeso líquido que caía hirviendo, para helarse, exhausto sobre las paredes y columnas que extendían su señorío, que cedían o permanecían más firmes con el aumento de materia. Algunos drenajes, y sólo unos pocos eran capaces de enviar su chorro hirviente al impasible y superficial mar que le recibía en espumoso murmullo sutil. Antorchas sugerían calor en la eterna frigidez de aquel remoto lugar, en que el lastimoso sollozo del viento inundaba de silencio el mar infinito. El final de la torre se coronaba con la lúgubre ventana de un salón pobremente iluminado, que daba trazas de grandeza y majestuosidad.
Súbitamente el dócil mar inició un agresivo movimiento que lo mecía de un lado a otro en creciente nivel de profundidad y agitación; en sus entrañas se paría una fuerza devastadora que convertía las agujas en poderosas espadas, que acabaron con el equilibrio y vestidos de Mariana. Cayó de espaldas en la arena, incapaz de sostenerla, que cedía ante el peso, absorbiéndola. Sus vestidos se redujeron a harapos. Perdió la razón.
Suavemente fue suspendida hasta salir del frío ambiente. Al subir un velo negro se posó en su cuerpo. Abrió los ojos y se encontraba frente a una chimenea elegante.
Tenía la noción que cenaba con su esposo, sin ver el rostro del acompañante; sonrió, comió y bebió con placer y soltura; su vestido negro, de lujoso diseño; sus joyas; el servicio en porcelana y plata. Una copa de cristal, de fino corte artesanal, levantaba con delicadeza; mientras un cuarteto de cuerdas deleitaba su oído. Todo perfecto.
La cena: cortes de vísceras acompañadas por sangre aún tibia. Horrorizada arrojó el servicio al suelo. La copa se rompió en el suelo, lanzando su contenido al rostro de Mariana. Sólo pudo voltearse.
Empuñaba un cuchillo con la derecha, mientras la izquierda sacaba de un cuerpo vísceras revueltas. No quería ver del cuerpo, el rostro, pero lo hizo y encontró a su esposo destazado. Soltó el cuchillo e intentó huir.
- Mariana… ¿Por qué?
Perdió el equilibrio y cayó al suelo; intentó levantarse, pero los trozos de carne humana y la sangre hacían del piso una superficie viscosa, en que no podía reincorporarse. Tropezó con un riñón; puso sus manos en brazos sueltos. Una mano sujetaba su tobillo y cabezas incompletas la veían con lástima. Ya estaba al borde de la edificación y la sangre se drenaba hacia fuera con fuerza para caer en las inmundas paredes de aquel castillo construido de cuerpos mutilados. Apoyada en la pared se puso de pie, y saltó para escapar de la inhumana pesadilla que la atrapaba, cayendo junto a un chorro espeso.
Fotografías dejadas al viento, las imágenes de su vida pasaron frente a sus ojos: su inacabada infancia, reprimida y sobreprotegida: la niña de papá y mamá, la eterna niña buena; la absurda indolencia de la naturaleza durante la felicidad ilusoria de su adolescencia, en medio de atenciones y protecciones estorbosas; los sombríos recuerdos de aquel rostro ya conocido que la acosó durante años y que volvía, y que regresaba, sólo para atormentarla cada vez más y más, en creciente espiral de horrores sin fin. Su extravagante y demente familia, ajena a su dolor y a su mísera presencia en el planeta. La propuesta de matrimonio: que la llevó a las nubes sin decirle cómo aletear y salvarse de una caída que aún no acababa: el estado actual de su derruido matrimonio; y el desconocido que entre eróticas caricias le decía “no tiene que ser así… te mereces algo mejor… entrégate… entrégate…”
Lo vio. Él venía. De una blancura impresionante su ropa era; expedía un resplandor benigno, alas blancas lo sostenían en el aire. Magnánima presencia de ángel poseía el desconocido. La pena sucumbía poco a poco, él la levantó y la tomó.
Fue llevada a la terraza de su casa. Bajó las escaleras y se vio dormida en el sofá. Soñaba. El extraño frente a la casa, en la acera de enfrente observaba a los hombres que descargaban un camión: “Mudanzas D…”. Giró sobre sí misma y caminó, sin poner los pies en el piso, por la casa; al llegar a la alcoba encontró a su esposo con una prostituta. Quiso golpearlo, eliminarlo de una vez por todas, ensartarle un cuchillo una y otra vez, clavar cientos de navajas en el traidor cuerpo. Apretó las manos y sintió sangre correr, tenía una hoja afilada por ambos lados. La tomó con fuerza y ensartó en el pecho de su esposo. Él le clavó los ojos y preguntó:
- ¿Qué hice mal?
Estaba solo, sólo con su victimaria esposa. Mariana se inclinó sobre el cuerpo de su esposo y balbuceó, al ver el corazón herido palpitante aún, tras su mortal acción. Su ropa manchada con sangre.
Dan preguntó nuevamente:
- ¿Qué hice mal?
Y falleció.
Mariana salió corriendo de la habitación con la esperanza de hallarse dormida en el sofá, entrar en su cuerpo y despertar de la pesadilla. Ya no dormía. Los pies estaban en el suelo.
Un niño caminaba en la acera y la vio. Corrió a dar aviso a todos de lo ocurrido. Mariana estaba en pocos instantes rodeada de personas que la observaban y condenaban la atrocidad. Ella susurraba… “Sólo es un mal sueño… sólo era un mal sueño…” y gritó “¡Ustedes no están aquí! ¡Estoy dormida! ¡Sólo son una maldita pesadilla!”
El desconocido surgió entre los vecinos y le dijo:
- Lo ves… únicamente debías entregarte.
- ¡No existes! ¡No existes!
El anillo giraba en el suelo, manchado con sangre. El guardapelo, en sus manos, tenía completa la imagen del desconocido junto a la de Mariana. El anillo llegó a manos del desconocido, lo tomó y se fue, disolviéndose en el aire.
Mariana aún gritaba ¡No existes! ¡Esto es un mal sueño!

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