miércoles, 3 de junio de 2020

Martina

―¿Martina? ¿Dónde está mi gatita favorita?

Galante, orgullosa de su porte y moviendo la cola, sin prisa, se acerca, pero solo lo suficiente para hacerse ver, rodeando el recipiente vacío, sin dejar de ver a su humano.

Pepe no encuentra la forma de encargarse de Alejandro, ha sido un objetivo complicado y no está bien para su prestigio tener que huir, y menos, después de fallar, pero, ahora Martina quiere comer.

El silencio de la casa es absoluto. Martina no hace ruido al comer y la puerta cerrada de la habitación de su madre muerta ya no duele, de hecho, no dolió nunca. Apenas se había percatado del vacío. Hubiera sido un placer encargarse de Marta, como con Sonia y con todas las demás enfermeras, pero Lucas era el hombre para el trabajo. Ahora, sin su madre, sin Mónica y con la inquisidora mirada de Raúl sobre él, debía estar con pie de plomo.

Suena el teléfono. Martina se acerca y Pepe atiende la queja por la falta de atención. Su plato está casi intacto.

―¿Es seguro?

―Sí. Este número es seguro.

―Se descuidaron.

―Imposible.

―El chiclero los vio.

Casi lo muerde cuando cierra la mano, cuando le corta la llamada. Pepe se da a respetar con su trabajo, y ahora hasta se atreven a cortar la llamada.

Las cinco y media de la tarde; aunque quisiera, lo más seguro es salir temprano, el toque de queda está cerca. Llegar de día, cerrar el asunto. Muchos años en el negocio y apenas había tenido complicaciones, podía hacer casi cualquier cosa teniendo a un policía como vecino y le complacía saludarlo con la misma mano que había cortado la respiración a tantas personas, sin que apenas sospechara nada. A Raúl lo complacería más de otras formas, pero estaba Mónica, y a una amiga no se le quita el hombre.

―¿Pepe?

―¿Raúl? ―Se le hela la sangre en un segundo, y apenas puede disimular― ¿Cómo entraste?

―No estaba cerrado. Perdón, no acostumbro entrar así, de improviso. ¿Te pasa algo?

―No, estoy bien. Habré dejado mal la puerta. No importa. ¿Hace cuándo estás aquí?

―Acabo de entrar. Mira, no te quitaré mucho tiempo, Mónica te ha dejado algo. Hasta ayer tuve el valor de abrir su gaveta. Te quiero pedir perdón. He quedado como un idiota. Tenía celos, y eso que siempre supe que eras… sos… bueno, en fin… ya sabés lo que digo.

―¿Creíste que yo y Mónica? ¡Es ilógico! Siempre fui abierto.

―Bueno, yo tengo que ir al trabajo. Entro a las once a mi turno, pero tengo cosas que arreglar. Aquí está lo que dejó. También hay algo para Martina ―acaricia la cabeza de la enorme gata―. Cierro al salir.

Una cajita como de zapatos, como de sus zapatos, talla 35, y en su interior adornos en miniatura, una carta abierta, que, seguramente Mónica había sellado correctamente, sabiendo que sería leída y borraría cualquier duda sobre ella y él, y un sobre de Wiskas.

Pepe, con su fachada de gay nerdo se había salvado nuevamente. Debería ser suficiente para que Raúl lo dejara trabajar tranquilo. Un viudo no querría tener comunicación con un marica declarado. Eso lo esperaba y lo tranquiliza.

Llega a la casa de Lucas más pronto que lo esperado. Apenas sabe qué día es, la cuarentena es terrible para llevar el control del tiempo. Domingo, las campanadas de una iglesia cerrada se lo confirman.

La puerta de la casa de Lucas está violada. Alguien se tomó el trabajo de sacar todo, de tirar todos los libros y de vaciar hasta los muebles de la cocina. Conocía bien a Lucas. Había dormido algunas veces ahí. No podía saber qué buscaban, pero debía llevarse lo que lo relacionara con Lucas. Si aparecía después, lo devolvería.

El dinero que guardaba en el doble cajón ya no estaba. Todo el rinconcito de la computadora también desparramado en el suelo, y aun confía en que la memoria estaría en su lugar. Lucas no guardaba tantos recuerdos de sus trabajos, pero sí una o dos fotos, para cobrar, y muchas veces, de la portada de algún periódico. Esa memoria debía desaparecer. Alcanzó la viga y la despegó. Introdujo la micro sd en su bolsillo y estaba por salir, cuando vio una patrulla.

Salir sin ser visto. La mascarilla sería suficiente para que no lo identifiquen, pero debe salir ya. Si no hubiera sido por el calor insoportable, la muerte de la enfermera también hubiera quedado sin testigos. Maldito chiclero.

No hay tiempo. Cierra la puerta lo mejor que puede y se tira al suelo, detrás del sofá. Un olor intenso a sangre se introduce a su nariz cuando ve las luces reflejarse en la ventana y un charco bajo el mueble. Debe salir. Si lo hizo sin que la esposa de Lucas se diera cuenta, ahora también espera escapar por la terraza.

Los policías llaman a la puerta cuando se dan cuenta de la cerradura violada, se preparan para entrar, amartillan sus armas y advierten que ingresarán. Pepe agradece la cobardía y los protocolos de seguridad para agentes, y está en la terraza cuando los policías revisan la casa. En la cocina ha dejado unas ollas apoyadas en la puerta, que provocan ruido y le facilitan bajar por el balcón de la ventana de la entrada.

Recibe un mensaje en el teléfono.

“Termine el trabajo.”

Toma una gaseosa en la tienda mientras los curiosos se reúnen y puede ir hasta su automóvil sin llamar la atención.

Frente a su apartamento, la puerta abierta. Entra con precaución.

―¿Ha terminado el trabajo?

―Vengo de la casa de Lucas. Está saqueada.

―Lucas ya no está trabajando en este caso.

―¿Qué ha pasado?

―Solo termine lo que se le ha pedido. Nosotros entregaremos el maletín al cliente.

―¡Hola Pepe! ―Recuerda que ha dejado la puerta abierta.

―Raúl, ¿Cómo estás? ―Es mi vecino. Iré a cerrar la puerta.

Pepe toma del brazo a Raúl, le pide perdón por lo de Mónica y que cuide a Martina. Huye.


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Las fotos de la cajita

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