viernes, 31 de enero de 2020

Misioneros

Al internarse en el gran desierto tuvo poca suerte. En el carguero que encontró apenas podía resguardarse del sol, pero el calor era sofocante. No encontró ninguna forma de vida que pudiera comer o beber y tuvo que continuar sin abastecer sus pocas provisiones. Un marinero muerto le regaló un impermeable con un agujero de bala en la espalda, que le hacía mucho bien para sobrellevar el sol del salar en que ahora caminaba.
Comenzó a ver una nube blanquecina que se alzaba sobre la ardiente superficie y no tenía a dónde huir. Tampoco podría defenderse si se trataba de nómadas antropófagos, pero preparó su rudimentaria espada oxidada y vio que tenía tres balas disponibles. La última sería para él mismo si se veía perdido.
-¡Eh peregrino! ¡Somos misioneros de la Gran Madre!
-¿Misioneros? ¿Qué pueden hacer misioneros en este desierto? Aquí ya no hay nada que su Gran Madre pueda hacer por nadie. Todo ha muerto.
-Siempre hay vida.
-Usted vive y nosotros también. La Gran Madre está en nosotros y en aquel pequeño lagarto.
El misionero señaló una pequeña roca, apenas lo necesario para que un minúsculo reptil se escondiera.
-¡Qué envidia siento de esa bestezuela! ¿No les parece una ironía que sí podrá sobrevivir y nosotros estamos casi extintos?
Los misioneros vieron el cielo, completamente vacío y dieron una mirada por todo el blanquecino y árido lecho desértico. Quedaron absortos durante demasiado tiempo.
El hombre continuó. Poco faltaba para que el sol le cocinara la piel y tatuara sus mejillas de un rojo profundo.
-Quédense ustedes aquí. Yo no necesito morir deshidratado en este maldito lugar.
Dio un paso y comenzó a crujir el suelo bajo sus pies. Sin dudarlo un momento corrió, pero los pesados camellos estaban inquietos y agrietaban más la superficie. Cayeron todos al interior de un barco que, décadas antes, habría naufragado. Escuchó su pierna también crujir, y de inmediato, la intensidad de un punzante dolor lacerando todo su cuerpo.
Los misioneros estuvieron junto a él durante tres meses. Le dijeron que la Gran Madre les había ordenado partir al suroeste cinco días antes, y que sabrían a quién buscaban cuando las fauces del salar mostraran su furia. A fuerza de su constante presencia en aquel lugar, que resultó confortable por contener una cavidad fresca y algunas cuantas presas para medianamente sobrevivir, se unió la voluntad absoluta de la Gran Madre.

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