martes, 28 de enero de 2020

Georg el relojero

He tratado de reconstruir unos días que hubieran cambiado la historia del siglo pasado. Gracias por su tiempo. No olviden suscribirse.

Sus ojos recorrían el mecanismo casi en una caricia, sobre los componentes que harían su sueño realidad.
Apenas pudo terminarlo, años antes comenzó el sueño de deshacerse del tirano y ahora estaba tan cerca. Casi sentía pena por los demás, pero esos criminales no merecían menos que eso, y lamentaba que no fuera suficiente para destruir todo el recinto. Debía hacerlo. Debía cumplir su destino.
En muy poco tiempo, sin dinero y solo: tan cerca de deshacerse de la peor escoria que Dios había engendrado en la Tierra y no podía dejar de sentir una ansiedad que no lo dejaba dormir.
Debería ya estar en la frontera, al menos, pero no, había regresado y a media noche, en el gran salón de la cervecería Bürgerbräukeller, admiraba una pequeña obra de ingeniería que apenas unos meses era sólo un boceto en un papel.
No estaba seguro si lo habían visto. No podría confirmarlo, pero oía pasos en el recinto. Sí, estaban cerca. Pero no eran de las SS, al menos, sólo eran empleados de la cervecería, eso lo consolaba. Cubrió el compartimento de la columna con cuidado, y dio tumbos, hablando incoherencias, recordando cómo lo hacían los ebrios.
Se puso en marcha. No quedaba mucho tiempo. El mecanismo funcionaba bien. El maldito no se salvaría.
Su reloj estaba sincronizado con el del mecanismo y sólo esperaba, oír en la radio, completamente desesperados a esos asesinos, llorar la muerte de su sanguinario líder.
No se arrepentía de la decisión de ir a comprobar la bomba de relojería, y ahora estaba casi quebrado, así que fue a pedirle un poco de dinero a su hermana en Stuttgart y marchó a Suiza. En el camino a Constanza repasó los mecanismos en los planos. No podría hacer nada, pero estaba obsesionado con la idea de que podría fallar algo.
Su dedicación absoluta lo había llevado a conservar algunos recuerdos, convencido de que nadie podría detener la acción de la justicia divina. Eran las nueve y cuarto. En cinco minutos estaría muerto y con él toda la camarilla.
Justo a las 21:20 la columna de la Bürgerbräukeller estalló, "Es mágico", pensó momentos antes del desastre. Hitler había salido a las nueve en punto para tomar el tren a Berlín.
En Dachau, tres semanas antes del suicidio en la Cancillería se ordenó su ejecución. Toda la guerra la pasó como prisionero especial. Nadie le creyó que actuó solo.

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